
No fue sino hasta la noche, al llegar a casa, cuando el marido se enteró de la partida de su esposa. Lo notó ahora que ella ya no estaba. No estaba ella ni su ropa.
El hombre jamás se percató de que, un año atrás, la mujer había comprendido que una vida de matrimonio impecable la estaba llevando a la desaparición. Y no se trataba sólo de la extrema delgadez que tenía desde hacía varios años. Llevaba mucho tiempo expuesta al silencio. El mundo se había vuelto estrecho y minúsculo. Sentía avanzar cada día con una lentitud feroz y, sin embargo, al mirar atrás, descubría que cada vuelta de las manecillas del reloj de pared colgado en el comedor de la casa marcaba un año. Hacía más de una década que se había casado. Dudaba de la existencia de sus propios pensamientos, hasta de sus recuerdos.
Otra era la visión del marido.
Fue así como la mujer, con la paciencia única y la fuerza propia de las hembras, trabajó cada día con esmero hasta recuperar músculos, grasa y piel. Empezó a fantasear con una vida propia, otra vida, en la que ella realmente existiera. Compró un cuaderno en el que escribiría cómo iban a ser sus nuevos días una vez llegara el momento de su partida. No pudo aguantar, empezó a llenar las hojas, empezó por el fin de su vida actual y avanzó hacia atrás, de manera que en algún momento las páginas y los días se encontrarían: en la primera página se narró a ella saliendo con sus maletas de la que no volvería a ser su casa; continuó con la sorpresa, la incredulidad y la furia del marido al no encontrarla; y así fue llenando las hojas del cuaderno, una a una, hasta que llegó el día de partir. Ni siquiera notó el marido que su esposa recobraba la vitalidad y la esperanza que tuvo en el tiempo en que fueron novios. También pasó por alto aquella noche de domingo frente al televisor cuando su mujer le dijo que muy pronto se iría de la casa: el marido, ojos pegados a la pantalla, asintió con una sonrisa y continuó su vida de salir a trabajar muy temprano y de llegar cuando su esposa dormía o hacia la madrugada.
Setenta y siete días pasaron desde la advertencia de la mujer. Sólo ella los contó. Y, pese a que aún no había recuperado del todo el rojo de sus mejillas, la mujer empacó sus maletas y se fue sin despedirse, esa mañana.
*La imagen que abre el post es de Sylvia Plath (de su libro Dibujos). Fue tomada de: https://literalmagazine.com/otra-sylvia/